buitre leonado

Gyps fulvus

¡Ay, los buitres! Mi perdición. Significan tantas cosas en todas partes, pero también dentro de mí… Ahora lo veréis… De momento, hice este buitre leonado con pintura acrílica sobre papel din-A4 (29,7 × 21 cm.) de 300 gramos. Tardé aproximadamente 8 horas, solo en pintarlo, mientras me daba cuenta de lo pequeñita que era y lo mucho que he ido aprendiendo de la fuerza interior que desprenden los buitres. Fue un encargo, pero para un print, así que la lámina original de momento está conmigo.

Cuando estoy en la casa de campo de mis abuelos, madrugo tanto como quieran el sol y las oropéndolas. Cuando despierto, sigilosamente, salgo de casa en zapatillas, subo los caminos, me escondo entre los almendros y espero a que, con las primeras corrientes térmicas de la mañana, los buitres leonados —que deben dormir cerca de mí— empiecen a volar.

Hay días que llegan grandes buitradas de siluetas de dos metros y medio de envergadura, de un marrón casi negro en los extremos de las alas y de un plumaje ocre en el resto de su cuerpo, «del color del león», como dice el latín de su nombre.
Por segundos, a veces distingo el leve reflejo de una gola blanca y algodonosa en los adultos —que es más desflecada en los jóvenes—. Y, aunque la vista no me alcance, mentalmente sí veo un iris ambarino en los primeros y negro en los segundos, que construyen esa mirada penetrante de rapaz.

Todas esas siluetas vuelan por encima de mi cabeza. Van y vienen, como mecidas por el viento, en ese planear increíble para sus hasta 11 kilos de peso. A veces se arremolinan en torbellinos frenéticos cada vez más cercanos al suelo. Entonces posan sus patas de uñas romas, incapaces de cazar, pero sí de mantenerlos en tierra al lado de su carroña. Ligados a las actividades pastoriles desde hace demasiado tiempo, desgarran y despedazan el cadáver de alguna res, utilizando un pico más fuerte y robusto que el de otros buitres como el alimoche. Introducen su cabeza para ayudarse, que está cubierta de un plumón corto mucho más fácil de limpiar.

Pero, limpia o no, los buitres leonados son aves carroñeras. Y, como sucede con las demás aves carroñeras, la antropomorfización de sus hábitos nos ha llevado a tildarlos de vagos, ladrones, indignos y pecadores. Las polémicas y los bulos sobre posibles ataques al ganado se han extendido en los últimos años, alimentando un conflicto que, en ocasiones, desemboca en el uso ilegal del veneno y en la muerte de decenas de individuos.

Otras ocasiones, como en el furtivismo sobre elefantes o rinocerontes, los buitres también son el objetivo, porque el delito quiere ocultarse el mayor tiempo posible. Para ello, envenenan aposta el cuerpo (ya inservible para ellos, tras quedarse con los colmillos o el cuerno): así los buitres bajan a comer… pero nunca más volverán a subir ni a formar las cuitradas que delatarían la ubicación del cadáver.

En cambio, en otras culturas se ha relacionado con los dioses y con la buena suerte. En la mitología celta, se decía que, al comer los restos del difunto, unía con las deidades el alma del guerrero. El budismo contemplaba rituales específicos para este fin. En la mitología romana se cuenta que Rómulo y Remo se guiaron por el buen presagio de la observación de los buitres para fundar Roma.

Para mí, sencillamente, significan darme cuenta de lo pequeña que soy, de lo despacio que me muevo, de lo poco que veo y de lo insignificante que es mi presencia en medio del campo, donde las escalas son muy diferentes a las de la ciudad. Pero, también, me deja percatarme de cuánto disfruto viéndolos pasar, viéndolos volver, pudiendo oír cómo baten las alas, también despacio, cuando empiezan a alzar el vuelo.

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