búho chico
Asio otus
Hice este búho chico con pintura acrílica sobre papel din-A3 (29,7 × 42 cm.) de 300 gramos. Tardé aproximadamente 8 horas, solo en pintarlo. Y esta vez fue en casa, poco después de que sus polluelos chillaran pidiendo comida y ensayaran sus torpes vuelos iniciales. Y yo tenía en la memoria esa otra vez en que un adulto voló como un fantasma, mientras nos congelábamos y ya nos dábamos por vencidos. La lámina original fue un encargo que voló a Cataluña, pero su historia, en cambio, se queda en el texto que puedes leer a continuación…
Hacía mucho frío. Ya estaba anocheciendo. Los dedos de los pies se me congelaban y cada vez era más difícil sujetar una linterna con una mano y los ya inútiles prismáticos con la otra.
Examinamos todos los pinos de uno de los laterales de ese terreno. Examinamos todos los pinos del lateral más lejano de ese mismo terreno. Mientras unos ojos buscaban en las ramas con ningún resultado, los míos se dedicaron a tratar de distinguir egagrópilas del suelo. Su dieta habitualmente se compone de roedores locales, pero, en esta ocasión había un pico de algún pajarillo pequeño y casi pudimos recomponer el resto de su cráneo.
Dimos una vuelta más, con la última esperanza antes de que se hiciera tan tarde que tuviéramos que volver a casa. Las rapaces nocturnas suelen tener territorios muy definidos durante la mayor parte de sus vidas. Necesitan estar familiarizadas con la topografía: conocer los obstáculos de antemano es lo que les permite cazar en las noches en las que la nubosidad o la oscuridad total les impide utilizar sus sentidos en su máxima eficacia para dar vuelos seguros.
Y, de repente, una sombra blanca —porque me pareció una sombra, pese a ser del color opuesto a las sombras—, voló por encima de nuestras cabezas. No oímos nada, pero su reflejo ante la luz de la farola nos llamó la atención. Dio un par de vueltas, se metió en el ramaje, volvió a salir. Dio otro par de vueltas, se volvió a meter en el ramaje y volvió a salir. Y ya marchó hacia el campo abierto, donde los ratones no se darían cuenta de su presencia hasta sentir sus garras sobre ellos.
Allí podría estar dos o tres horas de caza, hasta regresar a su árbol para descansar antes de continuar con otras dos o tres nuevas horas de actividad.
Nosotras respetamos esa decisión y nos marchamos también, contentas con esas tres horas de espera nuestras que desembocaron en apenas diez afortunados segundos de observación.
No hizo un ruido, así es de silencioso el búho chico. Seguramente llevara allí toda la tarde y no pudiéramos discriminar su críptico plumaje de la textura de los troncos. Si lo hubiéramos localizado, podríamos haber visto esas orejas que le dan nombre en inglés, pese a no ser verdaderas orejas: son solo unas plumas que levantan ante amenazas, para simular ser mayores de lo que son. Cuando se dan estas amenazas —o molestias por parte de observadores o fotógrafos muy invasivos—, su plumaje se comprime, las líneas blancas verticales que hay entre sus ojos se hacen aún más verticales y su cuerpo, aún más delgado.
Su auténtica «oreja» es, realmente, su disco facial, que dirige los sonidos hacia las aberturas auditivas situadas en los laterales de su cráneo, para ubicar con más precisión la fuente de esos sonidos. El color de la cara puede ayudar a distinguir si se trata de un macho o de una hembra: dentro de sus tonos ocres, la hembra sería algo más oscura que el macho. Sin embargo, no pude comprobarlo en ese rápido vuelo que vimos, claro que este detalle no sería necesario si yo tuviera la habilidad de medir longitudes y envergaduras a simple vista: entonces, sabría que la mayor es de hembra y la menor, de macho.
Así que no. Esa vez no obtuve la información suficiente como para pintar un búho chico decente. Ni siquiera para reconocerlos. Pero sí fue la primera aproximación a la magia de su silencio y de su discreción.