garza real

Una silueta solitaria, estilizada, inmóvil, con sus largas y finas plumas siendo mecidas por el viento. Esa es la imagen que habitualmente tenemos de las garzas reales. Esta silueta, a veces, se apoya sobre una sola pata. Porque no hace falta, según interpretan algunas culturas, contar con los pilares más anchos y más fuertes para poder sostenerse.

Ahí aguarda la garza real, paciente, observando atentamente el fluir del río, de la laguna, del delta o de la albufera. En el momento en que se dé la oportunidad, sin embargo, no dudará en hacer un rápido y ágil movimiento de ese cuello moteado de negro, en introducir su largo pico en forma de daga bajo el agua y en atrapar a su presa. Seguramente se tratará de un pez de buen tamaño. Pero la oportunidad no se perdería si fuera un anfibio, un reptil, un crustáceo o un molusco. Ni siquiera sería menos si su comida del día tuviera que ser el pollo de otras aves, pequeños mamíferos, lombrices, insectos o, en caso de ser necesario, vegetación.

La paciencia que se extrae de estas escenas se interpreta también como longevidad. El paso del tiempo, sereno, calmo, siempre ha sido uno de los centros que han acaparado la atención, el respeto, la curiosidad y el miedo de según qué otras culturas. Para las celtas o la griega, la garza real estaba cercana a las divinidades y podía comunicarse con ellas. Para la cristiana, se asociaba al silencio, una de las virtudes más valoradas, y se representaba con una garza en cuyo pico sujetaba una piedra blanca. Para la cultura egipcia, su figura era adoptada por Bennu, el dios creador de la luz, que indicaba la necesidad de cooperar con la naturaleza. La soledad eterna, en cambio, es el mensaje que captan algunas tribus nativas americanas.

Esa soledad, esa quietud, esa paciencia era lo que necesitaba yo ese día que fui a darme un paseo, tratando de huir de la gente de la ciudad, buscando un remanso de paz entre tanto caos de pensamiento. Ese día, que no fue hace tanto, estaba pintando, precisamente, esta garza real. Sus ligeras sombras y tonos amarillentos y grisáceos parecían enredarse en el pincel y no fluía tanto como otras veces. Es curioso cómo, en ocasiones, el mismo papel se hace cien veces más rugoso, las pinturas más secas y el pincel parece no soportarlo.

Ese día seguí un camino que siempre está vacío de personas. Oí y vi grullas dibujándose en el cielo, alondras alzando su vuelo al sol de febrero, cormoranes yendo y viniendo del lago. Pero no encontré soledad ni silencio: las avionetas sonaban más fuerte que los gorriones y había muchas más personas que milanos.

Las dos plumas negras de hembras y machos de garzas reales solo aparecen cuando lucen plumaje nupcial. Entonces, a mediados de febrero, su soledad empieza a dar paso a un gregarismo interespecie necesario para nidificar en las lindes arboradas de sus lugares habituales. Su estancia a pie de ribera se sustituye por nidos de altura, que reconstruyen con palos y ramas y que tapizan con hojas y hierbas, a lo largo de un cortejo en el que contraen y estiran el cuello y en el que emiten sus más ásperas llamadas.

Dejé el libro que no estaba leyendo. Dejé que las grullas siguieran despidiéndose. Cogí los prismáticos para cerrarme el campo de visión y olvidarme de todas aquellas personas que, en realidad, solo habían ido allí a buscar lo que buscaba yo. Y eché un vistazo al horizonte.

Ahí, en medio, al lado de una barrera de vegetación entre el barbecho, me topé con una silueta solitaria, estilizada, inmóvil, con sus largas y finas plumas siendo mecidas por el viento.