gurriato
Passer domesticus, volantón
Solo había pintado un pollo de alguna especie hasta este momento, y fue el hace-mucho-tiempo cárabo común. Ahora, JK me había pedido un volantón en un papel pequeñito, de apenas 10 × 15 cm. Me llevó aproximadamente 5 horas de trabajo y recuerdo que el boceto lo diseñé en un largo viaje de autobús. Y, como siempre, estos retos me flipan. Así que enseguida me enganché a los pinceles y la pintura acrílica, para darle cuerpo y expresión a este volantón al que, si encontramos, tenemos que proteger de coches, personas y gatos, pero intentando dejarlo cerquita de su nido.
«Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.»
Así empezaba el último cuento que Miguel Hernández escribía desde su celda. Dicen que está inconcluso. Que al día siguiente, murió.
Y el gorrión era el protagonista de esta historia que te invito a buscar. Porque los gorriones siempre están. Miremos donde miremos, seguramente encontremos a alguno de ellos dando pequeños saltitos y revoloteando, en su búsqueda afanosa de insectos o semillas que llevar a sus polluelos.
Se juntaron al ser humano allá por el Neolítico, cuando empezamos a almacenar el grano. Se extendieron con nosotros y nosotras por todos los continentes menos la Antártida. Se han adaptado a todos nuestros cambios de la mejor manera que han podido. Y, sin embargo, sus poblaciones están en declive en todo el mundo.
Los automóviles y los trenes sustituyeron a los carros y los caballos: desaparecieron los excrementos y las cuadras que les facilitaban alimento y refugio. En los sesenta, los pesticidas estaban descontrolados: acabaron directa e indirectamente con grandes cantidades de gorriones. Están al borde de extinguirse en grandes ciudades europeas y asiáticas, en Estados Unidos y en Australia (allá donde los colonos los introdujeron porque querían verlos en sus jardines) también están cayendo en picado.
Las nuevas fachadas de hormigón o de cristal, la demolición de edificios antiguos, los parques de cemento y de plástico, sin verde o con verde que acaba talado, la comida basura de origen humano que debilitan su (¿nuestro?) desarrollo, la contaminación atmosférica, lumínica y acústica… todo ello ha hecho que, en apenas una década, en España hayamos perdido a 30 millones de gorriones comunes o, lo que es lo mismo, poco menos de un cuarto de su población.
Pero siguen ahí. Y tanto nos hemos acostumbrado a ellos, que nos cuesta verlos de verdad. Tanto nos hemos acostumbrado a ellos, que su plumaje, pardo grisáceo, ya no nos llama especialmente la atención. Hasta que los vemos de cerca y nos percatamos de la cantidad de tonalidades que esconde. Tal vez solo sea cuestión de pararse y ver de verdad. Porque, seguramente, veamos más cosas de las que parecen.