Cárabo común
Strix aluco, pollo.
Este cárabo fue hecho pensando en una persona llena de curiosidad y de ojos muy abiertos frente al día a día. Lo hice en confinamiento, con pinturas acrílicas sobre papel din-A5 (21 × 14,8 cm.) de 175 g. Y sigo teniendo el original conmigo 🙂
Se nos hacía de noche. Había sido un día muy largo, recorriendo caminos, buscando rastros, oteando el horizonte y aprendiendo a distinguir las numerosas especies de aves que, a la distancia a la que estábamos, apenas eran unos puntos que reflejaban la luz del sol. Pero se nos hacía de noche… y no teníamos dónde dormir.
Al fin decidimos sacar los sacos. Era un pequeño apartado, fuera de la reserva, lleno de árboles y matorrales que los camaleones habitaban (pero sin mimetizarse, porque su color no cambia tanto debido al lugar que estén pisando, sino a su estado de ánimo). La noche era bonita. A esa altura, no hacía frío y, de hecho, había que buscar la brisa sacando los brazos de las sábanas. Pero la noche era bonita, porque todo es silencio en los lugares perdidos. Y aquí había silencio.
Sin embargo, el silencio acaba agudizando el oído y entonces comienza a percibirse la música de una noche donde hay de todo menos personas. Se oye el viento azotando las ramas de los árboles centenarios. Se oye la respuesta de las ramas ante el azote, su crujir, su chirriar. Se oyen los grillos, se oyen los mosquitos. Se oye incluso a las polillas, en su batir de alas aterciopeladas.
Y a veces se tiene la suerte de oír los reclamos de los cárabos. Gritos desgarrados, flautas temblorosas, que proceden del recoveco de algún tronco. Allí duermen, allí habitan, desde allí se preparan para cazar pequeños roedores, pequeñas aves o insectos en mitad de la noche, aunque puedan también hacerlo de día, si tienen crías que alimentar.
Desde allí escuchan, diez veces mejor que los seres humanos, los susurros de la noche. Las dos aberturas auditivas, recubiertas de suaves y finas plumas, están ubicadas asimétricamente en su cráneo. El oído izquierdo se orienta hacia los sonidos que vienen de los lugares más altos; el oído derecho lo hace hacia los sonidos de las zonas más bajas. Las pequeñas diferencias en el tiempo de llegada les permiten localizar mejor la fuente, siempre que en la noche no haya tanta humedad que les distorsione el uso de este sentido.
Y entonces abren sus alas, mostrando una envergadura de casi un metro. Y entonces se alzan en un vuelo que parece que va a romper la melodía de la oscuridad… Pero apenas nos damos cuenta de que se han ido. La superficie suave y peluda de sus plumas y el flequillo en el borde de ataque de las primarias externas impiden sonido nuevo alguno. Excepto el que hará ese pequeño roedor al intentar huir cuando se dé cuenta, demasiado tarde, de que ya hay unas garras a escasos milímetros de su cabeza.